No creo en soportes volumétricos debajo de mi volumetría. Mis esculturas no descansan: flotan, giran, viven. Como humana, estoy sin los pies en la tierra, y esto debe ser reflejado. Por eso son suspendidas en el aire y gracias a una brisa entren en movimiento.
Las esculturas se liberan, no necesariamente requieren de suelos para existir. Pueden sostenerse en la pared, en el aire, oscilando en la vida como yo misma. Cada pieza —ya sea un pie, una mano, un busto, etc.— encuentra su camino en la posición adecuada. Las esculturas se instalan en múltiples configuraciones, desafiando la gravedad y la percepción.
Rechazo la solidez, pues la porosidad y la transparencia son adjetivos que, como humana, me identifican más. Los materiales son coherentes con nuestra esencia: permiten el hueco y la resistencia. Nos oponemos a lo inamovible, lo pesado; nuestra levedad facilita la metamorfosis y la evolución personal.
Nosotros somos un cuerpo con unas medidas, pero nuestra proyección emocional puede ser mucho más grande de lo que nuestro propio cuerpo pueda conseguir. Por ende, proyecto sombras dramáticas con focos dirigidos. Cada ángulo ofrece una nueva interpretación, una nueva revelación. Y una pieza de 60 cm de alto puede convertirse en una sombra de 5 metros de alto.
La luz azul transforma y transmuta las tonalidades de nuestras creaciones, reflejando la fluidez de nuestra existencia y la capacidad de nuestro cambio vital personal.
Somos una luz que irradia desde dentro, y mis esculturas también, proyectando sombras que danzan 180 grados alrededor, coloreando las habitaciones con luz íntima. Las sombras se convierten en extensiones de la obra, pintando frescos vivientes en tus paredes.
Negamos la base, pues en la suspensión encontramos nuestra verdadera expresión. Liberadas de la tiranía del suelo, las esculturas con transparencia de hilo y resina no son meros objetos de contemplación, sino entidades vivas, participativas, perpetuamente en transición.